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  Pastor David EJ

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El Dilema del Predicador: Entre la Profundidad y la Simplicidad

11/5/2025

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Predicar hoy es un desafío que no puede medirse por el tamaño del púlpito ni por la cantidad de oyentes, sino por la profundidad del silencio que sigue a la palabra. Vivimos en una era donde todo se consume rápido: las ideas, las emociones, las relaciones y también las verdades. Las redes sociales nos han acostumbrado a mensajes cortos, frases motivacionales y experiencias instantáneas. Pero el Evangelio no cabe en un tweet, ni la conversión en un video de treinta segundos.

Como predicador, muchas veces siento esa tensión: el mundo me pide mensajes breves, “fáciles de entender”, “agradables al oído”; pero el alma humana sigue necesitando una palabra que toque la herida, no solo el oído. Y ahí comienza mi debate interior: ¿cómo ser fiel al mensaje eterno en una cultura que vive del instante?

El predicador contemporáneo camina sobre una cuerda floja. Por un lado, está el deseo de comunicar con claridad; por el otro, el peligro de diluir el Evangelio para no perder audiencia. Las iglesias modernas, en su intento de ser relevantes, corren el riesgo de convertir el mensaje en producto y al predicador en marca. Y en medio de luces, pantallas y micrófonos, la pregunta resuena: ¿Dónde quedó la voz que clama en el desierto?

El mundo quiere predicadores simpáticos, no proféticos. Quiere sermones que inspiren, pero no que incomoden. Sin embargo, la verdadera predicación no busca agradar, sino transformar. Jesús no fue crucificado por hablar bonito, sino por decir la verdad. El Evangelio no siempre hace reír; a veces hace llorar, porque antes de sanar, confronta.
Predicar es un ejercicio de fe, pero también de vulnerabilidad. Antes de subir al púlpito, el predicador se enfrenta a su propio espejo. No predica desde la perfección, sino desde la herida; no desde la autoridad del saber, sino desde la humildad del que ha sido tocado por la gracia. Y en ese proceso surge el dilema: ¿cómo hablar para que el mensaje llegue sin perder su profundidad? ¿Cómo traducir el misterio de Dios en palabras humanas sin empobrecerlo? ¿Cómo ser claro sin caer en lo banal?

Predicar no es solo hablar de Dios, sino dejar que Dios hable a través de uno. Y eso exige silencio, oración, estudio, y sobre todo, sinceridad. Porque el mayor enemigo del predicador no es la ignorancia, sino la superficialidad espiritual. Jesús predicaba en parábolas. Hablaba del sembrador, del pan, del agua, del hijo que regresa a casa. Usaba imágenes cotidianas para revelar realidades eternas. Pero detrás de cada historia había una profundidad que ni los sabios podían agotar.

Ser sencillo no es ser superficial. Ser sencillo es tener la sabiduría de destilar lo profundo sin perder su esencia. Superficial es hablar mucho y no decir nada; simple es decir poco y dejar pensando a todos. El predicador no debe temer la sencillez; debe temer el vacío. Por eso la verdadera preparación no consiste en acumular palabras, sino en aprender a escuchar al Espíritu. Solo quien ha sido formado en el silencio puede hablar con poder.

Vivimos una época donde la imagen importa más que la verdad. Algunos templos parecen escenarios, y algunos sermones, espectáculos cuidadosamente diseñados para emocionar, pero no necesariamente para transformar. Se ha confundido inspirar con entretener, y predicar con performar.

Pero el púlpito no es un escenario; es un altar.
El predicador no es un artista, sino un testigo.
Y el testigo no busca aplausos, busca fidelidad.

La cultura moderna aplaude lo breve, lo viral, lo emocional. Pero el Espíritu Santo no se mueve por algoritmos. Él obra en el silencio, en la pausa, en la palabra que incomoda, en el suspiro que no se publica. La voz del Espíritu no se mide en vistas, sino en conversiones. Predicar con profundidad no es usar palabras complicadas ni teologías rebuscadas. Es hablar desde un corazón que ha sido trabajado por Dios. La profundidad nace de la experiencia, no de los libros. El predicador profundo no es el que sabe más, sino el que ha aprendido a llorar con los que lloran y a esperar con los que esperan.

Un sermón profundo no es necesariamente largo, pero deja una semilla que germina con el tiempo. El verdadero fruto de la predicación no es el aplauso del momento, sino la transformación a largo plazo. Como decía Lutero, “la Palabra es viva; tiene manos y pies; corre y obra.” El predicador solo la pronuncia; el Espíritu la hace caminar.

Nunca antes hubo tantas voces hablando en nombre de Dios, y sin embargo, nunca hubo tanto silencio interior. La gente oye, pero no escucha; asiente, pero no transforma. Y frente a ese vacío espiritual, el predicador debe decidir: ¿seguir el ruido o hablar con verdad?
Predicar en tiempos de ruido es un acto de resistencia espiritual. Es creer que una palabra dicha con fe, aunque no sea popular, puede cambiar una vida. Es creer que el Evangelio no necesita ser actualizado, sino encarnado. Porque el mundo no necesita más discursos sobre Dios, sino más vidas que lo reflejen.

En medio de este dilema, mi oración se ha vuelto sencilla:

“Señor, enséñame a hablar con claridad sin diluir tu verdad;
a conmover sin manipular;
a enseñar sin presumir;
a predicar sin olvidar que soy también oyente.”

El predicador no predica solo para otros, sino también para sí mismo. Cada sermón es un espejo donde Dios le recuerda su fragilidad y su vocación. Predicar es exponerse: dejar que el mensaje atraviese el corazón antes de salir por la boca. Solo así la palabra deja de ser discurso y se convierte en testimonio. La predicación no se trata de hablar bien, sino de amar bien. Amar a Dios lo suficiente como para no traicionar su verdad. Amar al pueblo lo suficiente como para hablarle con paciencia. Y amarse lo suficiente como para no pretender ser lo que no se es.
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La profundidad y la simplicidad no son opuestas: son dos ríos que se encuentran en el corazón del predicador fiel. Cuando el mensaje nace del alma y regresa al alma, no importa si es largo o corto, erudito o llano. Importa que sea verdadero, que lleve vida, que encienda esperanza. Porque al final, la mejor predicación no se recuerda por sus palabras, sino por lo que provocó en el espíritu. Y en un mundo que espera sermones simples, quizás la mayor revolución sea seguir predicando con alma, con verdad y con fuego.
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